El pabellón de Los Gladiadores

Cambié el 7 por el 8 y así, partí para la Unidad Nº 47 de San Martín. Dejé el pabellón 8 para abrir camino al rezo del Rosario en el pabellón 7, con la misión que tiene la Fundación Espartanos de poder llegar a la mayor cantidad de cárceles posibles. Cambié el casco de Los Espartanos por el de Los Gladiadores, que lo único que aparenta cambiar es su figura, porque en el fondo llevan los mimos valores. Fue hace un año y unos meses, acompañado por Juan Manuel Recio y su guitarra, los dos solos, llenos de ilusión y de vértigo. El pabellón jugaba al rugby hace muy poquito y se notaba que recién empezaban, eso era peor que un infierno: facas, drogas, olor nauseabundo, paredes despintadas, oscuridad y con superpoblación de personas sin esperanza. La ley de la selva, del más guapo, del más fuerte, miradas perdidas sin poder enfocar a los ojos de nadie, teníamos por delante un desafío más que grande pero con una buena carta a nuestro favor. Ya teníamos la receta de lo hecho por Coco Oderigo en la Unidad Nº 48. Y así entramos.

Lo hacíamos cada semana como dos desconocidos, cruzábamos la puerta de aquel pabellón con la cruda realidad que nos decía que no nos estaban esperando, que no éramos del todo bienvenidos. De la superpoblación se divisaban dos grupos; uno que se resistía y no quería saber nada con eso de “hacer las cosas bien” y otro, más grande pero más tímido, que nos decía que volvamos la semana siguiente.

En los primeros encuentros, habíamos escrito en una hoja el Padre Nuestro, el Ave María y el Gloria y cada uno que pasaba a dirigir el Rosario lo leía en voz alta, mientras que el resto contestaba casi murmurando. Pasó el tiempo y el grupo de los que estaban dispuestos a cambiar fue creciendo, empezaron a entender el rugby, salieron a jugar tres o cuatros veces afuera de la Unidad y se dieron cuenta de que no les estábamos mintiendo. Que el que hacia las cosas bien y entrenaba duro los martes, tenía recompensa en algún partido afuera del penal.

Y esto hizo que empiecen a confiar, primero en los entrenadores y después en nosotros. Los miércoles pasaron de ser tétricos a ser dos o tres horas llenas de alegría. Los murmullos se convirtieron en voces normales, los pedidos y agradecimientos dejaron de ser un cassette grabado y se animaron a quitarle algunas capas a esos corazones heridos y cerrados. Después de cada rezo los músculos de las caras ya no estaban tensionados, las miradas no eran tristes ni llenas de angustia…

Habían pasado cuatro o cinco meses, ya no estábamos solos con Juan. El grupo fue creciendo y llegaron personas con un inmenso valor y compromiso como Nico y Helen Degano, Vicky y Jime Vidal, Annette Spangenberg y Ari Godino, Toto Rivarola y Zapo Zapiola. Todo había cambiado: las pocas facturas resecas que llevábamos con Juan en los primeros encuentros se convirtieron en scons, pastafrolas caseras, tortas de todo tipo y se crearon los desayunos más ricos de la Unidad. Los Gladiadores entendieron que no íbamos a otra cosa que a darles un poco de amor; y la ficha les cayó: había personas (junto a los entrenadores de rugby) que confiaban en ellos.

Y todo lo que recibían lo empezaron a devolver, se fueron las facas y los cuchillos del pabellón, se alejaron las drogas y las pastillas, las paredes se llenaron de dibujos y pinturas alegres, las puertas de las celdas se enumeraron con colores agradables, el ambiente se llenó de esperanza y lo más lindo, empezamos a ver que cada miércoles, a las 9:30 h de la mañana, en el corazón del pabellón Nº 7, nos estaban esperando con la mesa lista y la Virgen del Rugby en la cabecera. Como si se estuviera repitiendo lo que Damián Donnelly logró en aquel patio del pabellón 8 de la Unidad Nº 48.

Fue tan palpable el cambio en poco más de un año que hasta me suena poco creíble. Pero cuando parece que el cuento de hadas está por terminar, siempre pasa algo que me dice: “Sigan”. En el Rosario de ayer, con poca asistencia de los de afuera (reuniones laborales) y los de adentro (visitas y comienzo de clases en la escuela), puedo decir que pasé del estadio de muerte a la vida, resucité en poco más de tres horas. Por primera vez en innumerables miércoles, no fueron Juan ni su guitarra, y cuando eso pasa, parece que la alegría quedara en cada una de sus cuerdas, en su casa de Don Torcuato. El Zapo se animó a llevar su instrumento y se defendió bastante mejor de que lo esperábamos. Mientras arrancó uno de sus cantos antes de dar inicio al segundo Misterio, se me acercó Fernando, uno de los internos, con una angustia que jamás había visto. Él es una pieza fuerte dentro del pabellón, lleva incontables años preso, no tiene una sola zona de su cuerpo sin marcas, está cagado a palos en todo sentido. Según el, por el Servicio Penitenciario, pero me habló también de sus batallas en otros penales contra otros internos. La mano izquierda la tiene inmóvil, le cortaron uno de los tendones con un cuchillo. En la cadera tiene 4 centímetros de faca incrustados entre los huesos, y por eso, cuando se queda mucho tiempo parado, se le duermen las piernas. Hay heridas, como estas, que duelen, pero la más dura es la psicológica; es un perro cagado a palos, al que le levantás la mano para acariciarlo y sale corriendo con el rabo entre las patas. Pero él también, con su lentitud para confiar, lo fue haciendo. Empezamos a relacionarnos a lo lejos, entre apodos como “cheto” de su lado y “gato” del mío, y siempre una sonrisa al terminar el juego. Es, sin dudas, el tipo más duro y resentido del pabellón. Ayer, entre mates, me dijo que no aguantaba más, que se había enterado que quizás le daban perpetua y que no le encontraba sentido a nada, no pude hacer nada para tranquilizarlo más que darle un abrazo y decirle “todo va a estar bien”. Pero no alcanzó y me redobló: “vos no sabes lo que yo sufrí, lo que me cagaron a palos, no te imaginas el dolor que tengo adentro. Si a mi me condenan, Fede, te juro que me quito la vida”. Lo miré a los ojos, fijo y lo vi en un punto de quiebre, sin retorno: “queres llorar y no podés, hacelo cagón, largá toda esa mierda que tenes de una vez por todas”, le dije. Y el perro, con innumerables lágrimas en los ojos, se dejó acariciar.

Al ratito, uno de los chicos pidió por Matías, al que le deberían haber dado la libertad el lunes y todavía no lo habían largado. Propusimos pedir fuerte por eso y hasta nos pusimos exigente con el pedido: “Te pedimos Virgencita que lo larguen a Mati hoy, y si es posible, antes de que termine el Rosario”. La ansiedad y los nervios de Matías se respiraban, después de 4 años y tres meses privado de su libertad, lo único que quería hacer era salir de esa cueva de animales, que por más pintada que esté, no deja de serlo.

Pasó una hora y media, siguieron los pedidos, los misterios y los mates. Unos minutos antes de las 12h, ya en el cuarto Misterio, estábamos cantando con el Zapo “Diario de María”, que relata la relación de la Virgen con Jesús durante toda su vida, y antes de llegar al último párrafo, escuchamos que se abre la puerta que da al pasillo de la Unidad. Entró un señor con camisa blanca y mirada fuerte, acompañado por un guardia de remera negra, lo hizo con autoridad e interrumpió el canto con el apellido de Matías. Fueron segundos de silencio e incertidumbre, Mati corrió a su celda, se cambió la remera y se puso a llorar, entramos a ver qué pasaba y nos dijo: “Me voy, me dieron la libertad”. Aplaudimos y chiflamos con una vehemencia poco habitual. Nunca había vivido en vivo la libertad de un interno y juro que es de las cosas más impactantes del mundo. Después del Rosario nos quedamos con el Zapo y Matías en la puerta del Complejo Penitenciario esperando que llegue “una Fiorino blanca” que se hizo esperar. Mientras esperábamos Mati nos contó intimidades del pabellón, del funcionamiento y nos dijo: “el rugby y el rezo nos cambiaron, ustedes cambiaron el pabellón”. 

A lo lejos vimos un pedazo de chapa blanca y vieja, con millones de kilómetros a cuestas, era la Fiorino. En esa camionetita, que se acercaba lentamente a dónde estábamos nosotros, llegaba la mujer de Mati con sus dos hijos, y también, una nueva vida llena de esperanza, una segunda oportunidad.