El momento en el que crecí

securedownloadNunca imaginé que el tren me podía reencontrar con el momento en el que crecí. Me puso cara a cara con el padre de una persona que quise, quiero y querré para toda la vida. Si bien no es la primera vez que nos cruzamos, fue la primera que disfrutamos de encontrarnos. Tuvimos un viaje distinto, hubo charlas y charlas desde Retiro hasta Tigre. Hablamos de muchas cosas, pero principalmente de algo que yo tenia oculto en el dolor desde hace varios años: la profunda espina de crecer de golpe, del momento en el que algo cambió en mi vida y para siempre.

No conocía lo que era el dolor hasta un 13 de enero del 2004. Si bien se había hecho presente en alguna que otra etapa de mi vida, esa vez caló hondo. Tenía 16 años. Estaba en casa jugando al fútbol, tenía una remera de Boca media desteñida, unos cortos y las medias hasta la rodilla, porque así le pegaba a la redonda. Eran las 4 o 5 de la tarde, no me acuerdo muy bien. La vieja me llamó con el típico grito que suelen pegar las madres cuando necesitan de un hijo. Pero esta vez tenía una cara rara, de angustia, de no tener ganas de contarme lo que tenía que contarme. Me llevó a mi cuarto, me sentó en la cama y me dijo, entre lágrimas, que Pablito había tenido un accidente en el campo. A mi corta edad, no imaginaba la profundidad de la palabra: “Accidente”. Mi primer reacción fue querer verlo: “Mamá donde está, lo quiero ver, ¿qué le pasó? Mamá contame…”. La vieja no era capaz de hacerme entender, era difícil su rol, contarle a su hijo que la palabra accidente no tenía vuelta atrás. Era complejo explicarme que no iba a volver a ver a mi íntimo amigo. Que por más que quiera ir al campo, ir a visitarlo, ir a ver cómo está, no lo iba a poder hacer. Mamá no encontraba la manera de hacerme entender, pero uso quizás la mejor estrategia, no decir nada y abrazarme. Su silencio fue entrando en mi cabeza, me estaba diciendo todo, su abrazo no era uno más, su abrazo tenía algo para decirme: Pablito ya no estaba. No estaba en mi mundo, en éste, en el físico, en el que tocamos las cosas. Se había ido, nos había dejado. El dolor, la ira y la angustia dijeron presente. Golpeé todas las puertas que encontré, no entendía por qué, no caía, era muy chico para esas cosas…

PablitoAl tiempo entendí que fue sabia la decisión de Dios, porque se lo llevó pero fueron muchas las huellas que Pablito dejó. Me dejó el dolor, pero también la fuerza para atravesar ese momento (coraje). Me dejó ver a través de su familia, un ejemplo de cómo asimilar y soportar tanto dolor (unidad y sabiduría). Ese ejemplo me va a durar para toda la vida, el de Pablo, Lola y sus hijos, una familia que no hizo más que mirar para arriba y en lugar de cuestionar y reprochar, aceptó. Diciendo: «esto es lo que nos toca Señor, lo aceptamos y seguimos adelante, pero con la ausencia presente».

Pablito me dejó también el gran concepto de amistad, si bien los viejos se encargaron de la teoría, Pablito se encargó de la práctica. La verdadera amistad la empezaba a entender en esa época, empezaba a seleccionar a mis amigos, y él era uno de ellos. Compartimos muchas cosas: partidos de fútbol, de paddle, idas y vueltas en bici por cualquier lugar de Tigre, compartimos juegos de mesa, tardes después del colegio, noches de fin de semana, vacaciones, peleas, risas, puteadas y de nuevo risas, en fin, compartimos la vida durante largos años…

Entre tantos recuerdos que tengo, me acuerdo de uno muy lindo: éramos chicos, 13 o 14 años. Yo estaba de vacaciones y los viejos tenían planeado ir al campo, a Necochea («La Estancia»), como lo hacían cada verano. Yo estaba feliz porque sabía que iba a volver a ver Pablito (no nos veíamos la cara desde hace aproximadamente un mes y cuando los amigos son contados con las manos, se siente la ausencia). Me acuerdo de haber llegado al campo, bajar del auto rápido, preguntar por él y correr hasta dónde estaba. Frené para golpear la puerta de «La casita» y él la abrió antes de que yo la toque, fue sincronizado por el de arriba… Él era un tipo frío, reacio a demostrar afecto (prefería demostrar con hechos), pero el abrazo que me dio ese día no lo voy a olvidar jamás. Ahí, entendí lo que era la amistad, con un simple abrazo a una edad que no es fácil demostrar los sentimientos.

Me acuerdo también la vez que yo había tomado la confirmación y tocó el timbre de Montes de Oca, yo salí y me dijo: «No pude ir a la confirmación pero te traje esta Cruz de regalo», cruz que hoy guardo y miro todos los días. Así era él: simple, honesto, tranquilo, humilde, con su bici verde que lo acompañaba a todos lados. Pablito estaba, de alguna forma estaba como lo está hoy también.

Gracias a él entendí muchos valores y conceptos de la vida. Dejó muchas cosas buenas en su paso por este mundo. Muchas veces me pregunto la cantidad de cosas que el podría enseñarme si hoy estuviera a mi lado, pero como me dijo Lola en el momento en que murió: “Dios actúa cómo un jardinero, en el que ve a cada uno de nosotros cómo una flor. Cuando esa flor está en su mejor momento, cuando brilla y reluce, Dios la corta y se la lleva para su jardín”.

Pablito tardó poco en llegar a la plenitud, en llegar a ser esa flor perfecta. Me hubiera encantado que tarde un poco más para que esté con nosotros, pero eso no lo decido yo. Sé que desde arriba, él esta cuidando su jardín y su huerta con sus flores y verduras más queridas, y todos los días se encarga de regarnos, de movernos la tierra, de cortarnos las hojas marchitas para que nos renazcan hojas nuevas. Se acerca todos los días a toda hora a controlar que todo este bien en su jardín, se encarga de cuidarnos, para que lleguemos a ser la flor que él ya fue.

Te extraño, amigo. Ojalá estuvieras acá para darme un poco de tu humildad, alegría y constancia, sin llamar la atención, sin querer figurar, siempre en segundo plano… 

Te abrazo con esta nota.

Este es un poema de su abuela (mi tía y madrina) Agnes Gallardo y se llama «Pablito ya sabe»:

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