Historia de amor de un marinero

El marinero ya había dejado todo listo algunas horas antes de zarpar. Era su viaje mensual, su trabajo, su vida. Le tocaban 25 días en el mar y unos 5 en tierra. Casi 1,90 cms de alto, unos 90 kg de panza, pelo corto, barba, algunos tatuajes, un espíritu salvaje y sensible, una combinación rara pero más normal de lo que uno cree.

Ya en el muelle, su mujer, con la que llevaba algunos roces lógicos por el trajín de los desenfrenados últimos meses, le dijo: “Usted y yo tenemos que hablar, pero lo haremos a su vuelta”. Él, ansioso por unanimidad, le dijo: “Imposible que esté tanto tiempo afuera pensando en lo que tiene usted para decirme. Por favor, dígamelo ahora”. “No es conveniente” aseguró ella. El marinero utilizó todo tipo de recursos para sacar de ella algún tipo de información y lo logró, aunque hubiera preferido nunca escucharla… Ella, con lágrimas en sus ojos soltó una desgarradora daga que clavó en el pecho de aquel desprevenido joven: “Es probable que a su vuelta, yo no me encuentre en casa”. “¿Cómo? ¿Es usted consciente de lo que está diciendo?” soltó el marinero con tono poco conciliador. “Consciente. No quiero su distancia para mi vida”. No hubo momentos para revertir semejante situación, el Capitán del barco había tocado ya dos veces la trompeta, a la tercera, el marinero corría el riesgo de quedar juntando migas de pan para comer en la esquina de la panadería. El ambiente en aquel puerto era hostil, ella agarró su sombrero para que no se le volara por semejante vendaval; se fue corriendo y llorando… Y él, entre el orgullo herido y el dolor en el pecho, llevó sus pertenencias al hombro y subió al navío. No hubo tiempo de lágrimas ni de reflexiones, no estaba preparado para semejante cachetazo…

Ya en el barco, días después, silbaba uno de los marineros algunas canciones viejas de un cantautor español de aquella época que le hacían retorcer el corazón al pobre chaval. La dureza y crudeza de aquel ambiente no le permitía mostrar sus sentimientos, sólo derramar algunas lágrimas poniendo como excusa al viento. Se preguntaba como ella había podido llegar a semejante decisión, consciente de que no todo era color de rosas, pero también del amor que le tenía a aquella mujer. “Si yo con usted entendí la palabra juntos por primera vez, cómo puede ser…” le gritaba, enojado, a las olas que le contestaban rugiendo contra el agua. El enojo, el orgullo resentido, el ego desecho y las primeras conclusiones que regalaba el mar.

Pasaron los días, seguían las preguntas y el dolor era cada vez mayor. El Capitán exigía más esfuerzo, el oleaje necesitaba de cada vez más coraje. Las horas, infinitas… el frío aumentaba la angustia y melancolía de aquel pobre muchacho; y semejante panorama convirtió el enojo en reflexión… “No quiero su distancia para mi vida” le había dicho ella. Aquella distancia marcada por el miedo de frustraciones pasadas, de relaciones que no llegaron a buen puerto, no hizo más que alejar a su soñadora mujer. Lo que ella necesitaba era seguridad y fue lo que el menos le pudo dar; fueron dos pájaros llenos de temor, que nunca se animaron a volar de la mano, y apenas lo intentaron, el viento se ocupo de machacarlos… Qué vacío deja la ansiedad de no poder concretar algo que nunca se imaginaron que lo tenían frente a sus ojos…

Pasaron las semanas y el marinero aún empezaba sus días a las 4 de la mañana, desvelado por el llanto y el dolor. Siempre fue el del pecho inflado y la frente en alto. Siempre fue el Don Juan que le dijo a más de muchas mujeres que ellas no eran lo que el quería para su vida… Y ahora, tan vacío y angustiado, tan de rodillas al lado de la cama intentado sacar el monstruo que le azotaba el pulmón y no lo dejaba respirar: “Angustia, deme unos meses de vida, no me mates así, por favor” le rogó. A la deriva, sin timón ni timonel, iba su nueva vida repleta de soledad al haber perdido a su mujer…

Navegando al fondo de su ser, fue a revolver en el cajón de los recuerdos olvidados, buscando qué es lo que quería para su vida y encontró un papel que decía: “Trabajar, con la esperanza de que tal vez sirva para algo; luego el descanso, la naturaleza, los libros, la música, el amor al prójimo… En esto consiste mi idea de felicidad. Y finalmente, por encima de todo, tenerte a ti como compañera y, quizá, tener hijos… ¿Qué más puede desear el corazón de un hombre?”. Y lo entendió todo. Aquella mujer que se atrevió a hacerle caso a su propio corazón y ponerle fin a una relación que no le hacía bien, era todo lo que él quería… Pero el orgullo decía presente y no le permitía volver a buscarla. Rehacer su vida como si nada hubiera pasado, sin sacarle provecho a semejante dolor hubiera sido de mediocre, y él nunca lo fue.

Intentó analizar cada minuto de su propio dolor, hacerse cargo de lo suyo, que no era poco, e intentar revertir la situación. ¿Ella? Arruinada del dolor, caminaba por las calles del pueblo viendo a su marinero en cada una de las caras de los distintos habitantes… Intentaba hacerse fuerte, pero la melancolía la destruía por saber que se había caído como un nido de palomas al piso, aquel sueño que izaba con una bandera que mencionaba la palabra “Juntos”.

Pasaron los días, llegó el marinero al puerto; no estaba su mujer, ni tampoco su perro. No había nadie esperándolo en aquel muelle plagado de falta de esperanza. Abrió la puerta de su casa y no vio ni la sombra de aquella rubia con ojos verdes; todo fue desconsuelo, lágrimas que valían la pena porque no hacían más que demostrarle cuánto la quería y lo poco que se la había jugado… Y así terminó, de la mano de incontables horas de vino y escritura barata, intentando no morir de amor.

Y pasaron los vientos y se atrevió a buscarla por las calles del pueblo, con jazmines en mano, cacao en los bolsillos, y lágrimas en los ojos, para decirle que la necesitaba mucho más de lo que él creía, para decirle que la amaba mucho más de lo que se imaginaba y para rogarle a Dios que no sea demasiado tarde.

Ella también caminaba por el pueblo para encontrarlo, para decirle que no todo era su culpa, que las relaciones eran de a dos y que ella también tenía muchas cosas para mejorar.

El destino, las estrellas, el mar y las calles del pueblo se alinearon: se encontraron.

Las piernas del marinero temblaron ante semejante escena, la miró a los ojos, se armó de valor y le dijo todo lo que su maltrecho corazón tenía para decirle. Ella, lo mismo. Lloraron, pero ni un abrazo se regalaron. Él, media vuelta, una invitación a un concierto y hasta luego. Ella, muchas cosas que pensar. Él, con la tranquilidad de haberle dicho todo. Ella, con las dudas que provocan los miedos.

Y pasaron los días, al marinero le llegó una carta de la joven a puño y letra que decía: “¿Es demasiado tarde para aceptar su invitación?”. Las lágrimas de aquel joven se convirtieron en un llanto desconsolado de felicidad: “Nunca es tarde para usted, señorita” contestó. “Entonces mañana tendremos una cita” y sonrieron.

A la noche siguiente, unas velas, una guitarra, un viejo cantante español, el mar y las estrellas, fueron testigos del amor de dos jóvenes soñadores que nunca se habían animado a entregarse por completo. Aquella noche, fue la primera vez que lo hicieron, se dieron, el uno al otro, el corazón, y una certeza: “De ahora en adelante, sin miedos ni peros, con amor y alegría y con la bandera que izamos desde aquel día en el que el mar nos presentó, esa que en su interior tiene la palabra “Juntos”.

La luna cayó sobre el mar, el viento sopló y la bandera flameó…