¿Para toda la vida?

“Lo que pasa es que un tatuaje es para toda la vida, y lo que es para toda la vida…”. Me dijo hace unos días un amigo, cerveza de por medio, en el living de casa. Salió disparada de mi boca, filosa como de costumbre, la pregunta sobre qué le garantizaba vivir “para toda la vida”. Me quedó dando vueltas la frase, tanto que, por ejemplo, estas línea están escritas a más de x metros de altura y volar (o perder el control de las cosas) siempre me genera pensar en el límite de la vida y la muerte. Cualquier desperfecto técnico de este avión, cualquier error de cálculo de quien está unos metros adelante sentado en su cabina (espero), me dejan sin vida y el “para toda la vida” se convierte en polvo. Y entonces, ¿por qué nos creemos tan supremos de creer que la vida se va a apagar cuando nosotros queramos? ¿Por qué perdemos la sensibilidad de entender que somos demasiado vulnerables? ¿A dónde queremos llegar? Postergamos la felicidad constantemente, la pateamos como a una pelota de fútbol vieja y desinflada debajo de la ligustrina del jardín, la escondemos porque creemos que hoy no puede ser. “Quizás más adelante” y nos convencemos de que no es para nosotros, que no la merecemos mientras el “para toda la vida” hace su cuenta regresiva. Y pasan los días, las semanas, los meses y los años y no nos animamos a romper nuestra coraza, a meternos en el fondo del barro, ahí donde conviven los miedos más grandes y las inseguridades se nos ríen en la cara porque no tenemos el control. Mientras, el corazón va construyendo, ladrillo a ladrillo, un muro cada vez más grande; y no puede mirar para ningún lado. Sólo miramos con la razón. Y perdemos la sensibilidad, nos convertimos en hombres brutos y sin tacto, vamos por la vida buscando la plenitud en lugares equivocados, mientras la cuenta regresiva se mueve cada vez más rápido. Y así vivimos y, muchas veces, así morimos.

Escuché infinitos cuentos de personas que en el ocaso de su vida se pusieron sensibles, les pidieron a sus familiares que entren, uno por uno, al cuarto de internación para pedirles perdón y decirles todo lo que no se animaron a decir en su plenitud. Ese, al menos, es el mejor de los males, porque tuvieron la oportunidad de hacerlo. Pero tantos otros, tantos otros que dejaron este mundo de un instante al otro y se quedaron con las palabras en la garganta…

Entonces, metete ahí adentro, donde duele, jugá en el barro, no tengas miedo, que las flores más lindas nacen ahí. Mirate al espejo, llorá, reí, viví, enamorate y si no va, salí de ahí las veces que sean necesarias. No te conformes con poco, que siempre llega lo que soñaste y ahí, dejá la vida para que funcione. Y si no, juntá las cartas y a repartir de nuevo. Tomá decisiones consientes y, de vez en cuando, alguna inconsciente, que el tiempo dirá si la pegaste o “solo” te tocó aprender. Cagate de risa del qué dirán. Pedí perdón, decí “te amo” a un amigo o a los viejos (lo demás es fácil). Sensibilizate carajo, que estamos de paso.

Y, volviendo al primer renglón, tatuate si queres hacerlo, amigo, que el “toda la vida”, te juro, se puede terminar.